Y... EL FREDY MURIÓ
—Al Fredy lo pincharon en la cárcel —me dijo mamá ni bien soltó el celular—. Está muerto…
» Ahora sí que nos vamos. No hay de otra.
El Fredy, para mí, era tan solo un buen tipo. Cuando venía me daba monedas, bastantes y de a dólar. Se tomaba unos tragos y salía con el gentío que había llegado. Esos lo seguían a donde fuera. Al salir la nalgueaba a mamá, pero no de bravo, creo que lo hacía para que todos se rieran.
—¡Qué no es broma! ¡Qué te muevas! —me gritó.
Cogimos la mochila de mamá y salimos. No me dejó agarrar ni una muñeca, ni mi vestido nuevo, ni el disfraz de hada que el Fredy me había dado para que las del Halloween rabiaran de envidia. La leche de la tarde se quedó servida en la mesa. La sopa de lasitos, que me encantaba, se iba a podrir en la nevera. Nada. Solo ella, la mochila y yo. En la mochila llevábamos plata que mamá sacó de un ladrillo suelto en la cocina, la linterna que nos servía para los apagones, y su celular; al menos iba a poder jugar con él, pensé. Nada más. Solo había que irnos. Ni siquiera apagó la luz. En la calle, acurrucadas y muy calladitas: shhh, shhh, shhh, me decía. Me puso las botas de caucho para el lodo, aunque no llovía, y me jaló que casi me arranca el brazo. Me lo voy a medir, porque de seguro lo tengo más largo que el otro.
Esa noche la recuerdo bien. Después, todo fue más confuso. Empezamos a caminar, mucho, muchísimo. Dormíamos en el día y de noche caminábamos a oscuras. Cuando me tropezaba mamá volvía a decirme lo único que decía: shhh, shhh, shhh.
Que el Fredy era mi papá lo supe cuando me lo dijo la señora que manda aquí. No lo sabía. Pero que si no nos íbamos nos matarían, eso sí. Mamá decía que era porque ellos pensaban que sabíamos no sé qué cosa… Eso me lo contó mamá al principio, antes de agarrar camino, cuando metieron preso al Fredy. Después no dijo nada. Lo único que le importaba era seguir caminando
—Pa’delante —volvió a decir mamá—. Quedarse es morir, por venganza o por hambre.
Por eso lo hacíamos. Al principio me gustó la caminata con mamá. Nunca estuvimos tan juntas, ella siempre trabajando y yo solita en casa. Me gustaba estar con ella, aunque casi no habláramos.
No caminábamos solas, había más gente, bastante. También había niños, muchos, que caminaban, unos con alguien grande, otros solos, porque sus papás ya se habían ido y los niños querían ir donde ellos estaban. Aunque no nos dejaban jugar. Unos señores bravos, que iban adelante y atrás nuestro, gritaban cuando nos caíamos o cuando nos cansábamos. Mamá no les decía nada, solo agachaba la cabeza y seguía caminando, seguía jalándome del brazo, del que ahora tengo más largo.
Días de mucho calor, tanto que te vas derritiendo. Los mosquitos te comen y las ronchas se vuelven volcanes de donde sale una agüita amarilla… Mamá decía que no hay que rascarse que te entra gusano y después hasta te tienen que cortar el brazo. ¿De dónde me iba a jalar mamá entonces? El calor nos ponía a todos muy enojados, los señores bravos gritaban más que nunca. Y el hambre se convertía en ganas de vomitar, solo que no había qué vomitar, entonces la arcada te daba tos y a lo sumo botabas una baba blanca y espumosa. Pero ya no tenías hambre. Dolor, asco y náuseas, sí, pero no hambre, que es lo más feo de sentir. Otras veces hacía tanto frío que temblábamos juntas.
—Estás mojada hasta el tuétano —decía mientras me abrazaba. Yo no sabía que nosotros también teníamos tuétano, como el que me gusta chupar en los huesos de la sopa.
Los sitios cambiaban, a veces eran muy verdes, tanto que daba miedo, parecía que te saltarían encima una manada de leones, como se ve en la tele. A veces no veías nada, ni verde, ni lomas ni piedras, ni nada, solo el piso por donde caminábamos. Otras veces nos encontrábamos con un río. Tomábamos agua, llenábamos botellas y nos enjuagábamos la cara y los brazos. Nunca había tiempo para más. Una noche, los dos hermanos que viajaban solos, un poco más grandes que yo, no quisieron levantarse. Los sacudieron, les gritaron, pero no hubo forma de que se despierten, así que se quedaron allí dormiditos. Yo ni dormir podía, extrañaba mucho mi casa y mi escuela. Eso es muy chistoso, antes las odiaba.
Mamá se puso feliz cuando dijeron que estábamos llegando a México. Aunque cada vez que alguien se reventaba de cansado los otros le decían: ya casi llegamos, animo, pero ese casi era eterno… Hasta que una madrugada, antes de que claree nos metieron en un camión, atrás, donde llevan las cosas. Allí teníamos que estar muy calladitos, más que antes. Había muchísima gente, casi que no podíamos sentarnos de lo lleno que estaba. Mamá me cargó en sus rodillas puntiagudas. Me dolía, no podía acomodarme, pero ya sabía que no podía decir nada porque iba a ser peor. No se veía cuándo era de día o cuando era de noche. A veces se movía, se sentía en el piso como que rumoraba. Y a veces había una curva que nos desacomodaba a todos.
Fue cuando mamá, aburrida de no hacer nada, me lo dijo. Estábamos yendo a un país maravilloso, a un sitio moderno, lindo, limpio, donde no íbamos a tener miedo, donde se podía trabajar en lo que fuera; que íbamos a ser gringas, con papeles y todo, que su hermana se había ido antes y que tenía tanta plata que podía mandarle a sus hijos. Que había tanta comida que la gente hasta la botaba en la basura sin tocarla. Que al principio no iba a ser tan bueno, pero que ella, como su hermana, limpiaría lo que le pusieran por delante, esas cosas que a los gringos no les gustaba limpiar. Y que en poco tiempo íbamos a ser ricas, porque ahí pagan por horas y ella trabajaría todas las horas. Yo le dije, como cada vez, que a mí me gustaba donde vivíamos antes.
Al fin nos dejaron salir del camión, creo que porque tocaba lavarlo de lo apestoso que estaba. Bajamos en una playa inmensa, pero sin mar. De nuevo nos quedábamos quietitos de día y de noche caminábamos, aunque ahora eso era una buena idea, porque con el calor que hacía nos hubiéramos muerto y no como cuando uno dice que está muerto de hambre o de sueño, sino morir de a veritas.
Hasta ahí, y a pesar de todo, íbamos bien: cansadas, con hambre, a veces frío a veces calor, pero íbamos. Se puso muy mal cuando llegamos a un río qué de tan grande le decían Río Grande. Mamá sabía flotar, yo no. Nunca me había metido al agua honda, siempre en las orillitas. Mamá dijo que lo iba a hacer, yo me puse a llorar, tenía mucho miedo y frío. Entonces me jaló de nuevo y me hizo hacer caballito sobre su cadera y agarrarme, como gato en tronco, a su cuello. Mamá nadaba como los perritos, con las manos pegadas a los hombros para no hundirse, pero no avanzaba; y yo, como garrapata en su espalda. Mi peso la hundía. Ella igual seguía moviendo patas y manos como podía. Estaba cansada y no avanzábamos. Mamá paró para descansar un poco y empezamos a flotar para abajo del río en vez de al frente como nos decían. Mamá quiso volver a nadar, pero le dolía mucho la pierna, decía que no podía moverla. Gritaba y tragaba agua. Yo seguía pegada a ella. Hasta que alguien me agarró de la blusa y de los pelos y me jaló para arriba. Y ya no la volví a ver. Ojala haya llegado a donde quería ir.
Después de tanto trabajo para llegar allí, me regresaron sin preguntarme nada. Pero apenas pueda, cuando sea un poquito más grande, voy a regresar allá. Tengo que ir porque allá voy a ser muy feliz, como me decía mamá.
UN HOMBRE VALIOSO
Lo único que en realidad lamento es que se haya dado cuenta. Son, en verdad, una manada de inútiles. Sabíamos que era lo que debía pasar, era irremediable. Pero él no tenía ni que sentirlo. Qué no se atrevan a discutir: yo sé que se dio cuenta. Pude ver el momento en que lo sospechó. Desde donde yo estaba podía verlo con toda claridad. Lo veía en la mesa, con ese paño ridículo, de flores enormes, con los colores del dizque partido, que mandó a hacer la perra de su hermana. Hay que ver lo que se crece la familia. Creen que la fama está en la sangre, como si fuesen nobles europeos. También podía ver el pódium desde el que hablaban. No, a mí no se me veía. Siempre traté de que no se me viera. Detrás de la mampara al lado del escenario, lo controlaba todo.
El Auditorio estaba a reventar, muchísima gente y no todos eran pagados, se podía ver en las vestimentas, en la atención que prestaban a lo que se decía; hasta en el color de la piel, porque por él, votaban los pijos y los que creían serlo. Fernando estaba feliz. Decía que sabía que ganaría, que podría jugarse las pelotas en ello. Pobre huevón. Las encuestas bajaban y bajaban, pero no las que él veía. Por eso creyeron que no se daría cuenta, que solo podía pensar en su triunfo, y fueron torpes. Pero claro que se dio cuenta. No sé si lo vio o solamente lo sintió.
En la mesa había otros tres, dizque próximos asambleístas y su vice: joven, bonita, pero nada del otro mundo: pelo lacio, oxigenado; de unos treinta y algo; buen culo, pero nada que mostrar por delante. Cuando la presentadora (esa sí de rechupete: una modelo alquilada, con un vestido de licra que mostraba hasta lo poco que cubría, sin dejar escapar ni un lunar ni una cicatriz, ¡qué carnecita!, si no hubiera estado pendiente de esa mierda seguro me la habría soplado) lo presentó con las típicas palabras de admiración, gratitud y amor por ese gran hombre, adalid de la justicia, de la verdad, de la dignidad y, por supuesto, próximo presidente de nuestro maltratado y avasallado país. Fernando se paró y se acercó al pódium, con una sonrisa que nos había costado más de veinte mil dólares, y empezó a hablar. Los de la mesa, tiesos, se entrecruzaban miradas, parecía que tenían miedo… creo que lo intuían. Aunque ni siquiera yo sabía el cuándo ni el cómo, esos arreglos los hacía el de seguridad. Pero ellos sí que tenían claro que el juego se había acabado y que solo quedaba una cosa por hacer: conseguir la mayor cantidad de puestos en la Asamblea.
Había leído tantas veces ese puto discurso que me sabía a mierda: …con valor y amor por mi pueblo, por mi país, por cada uno de ustedes, merecedores de una suerte distinta, lucharé sin cuartel contra los corruptos, los que se creen nuestros dueños, los que amasan fortunas sangrientas y sudadas por cada uno de ustedes… Fue cuando él lo notó. Así como cuando uno, con el rabillo del ojo, detecta un movimiento inusual; y detecta, digo, porque ver no se ve. Lo vi en sus cejas arqueadas, leyendo sin hacer pausa, pero sin sentir nada de lo que decía. Distraía la mirada del papel que tenía enfrente para vigilar a sus guardaespaldas: uno detrás de él, al que no alcanzó a ver; y dos más a cada uno de sus lados, que le dieron algo de tranquilidad. Luego contó con dedos imaginarios a los guardias entre el escenario y el público: solo había tres. Pensó que debían haber puesto por lo menos ocho. ¿Cómo saldría de allí?, se preguntó, lo vi en su cara. Me miró, quería saber qué era lo que pasaba. Le mascullé por el audífono en su oreja: tranquilo, no es nada, tú síguele, salieron a controlar los alrededores. Qué huevada, no tenía que darse cuenta, de gana no le ahorramos esos minutos de angustia. Total lo que iba a pasar pasaría, de qué mierda servía que él lo supiera.
Me pidieron que trabajara a Fernando hace más o menos unos diez años. Él era un muchacho inexperto, pero… ¡qué pasión!, aunque descarriada, claro: la juventud. Estuve a su lado todos estos años cambiándolo por dentro y por fuera. Era un periodista desconocido con muchas ansias de fama. El candidato ideal. Así son los mejores. Al principio empezamos a soltarle algunas noticias para medir el impacto que producía, y por supuesto, el tamaño de su anhelo. Después unas más… luego todo lo que podíamos y nos servía… hasta que le fuéramos indispensables. Bueno, ese es mi trabajo. Los cojo chicos y los acompaño para que lleguen a donde deben llegar. Por eso pagan, y me pagan muy bien. No es el primero ni será el último. Pero me encariñé, qué se le va a hacer.
Cuando Fernando volvió a la mesa se despachó la botellita de agua de un solo trago, e hizo lo mismo con la que le trajo mi carnecita. Tenía la lengua pastosa y podías verle en las comisuras esa babaza blanca y seca que produce la angustia en la boca del estómago. Estaba muy nervioso y se le notaba: en las manos, en la respiración, en los ojos… y al huevón lo estaba filmando la tele. Debía calmarlo: qué te pasa, hombre, es la recta final, tranqui, todo está saliendo de película. Estas las ganas, y ya no es una alcaldía o la gobernación, ni siquiera la Asamblea, ahora vamos por todo; tú tranquilo, uno no la caga cuando está llegando. Me pareció que respiró mejor. Los tres huevas de la mesa y su vice tampoco ayudaban, tensos, con los ojos desorbitados como vacas en el matadero. No podía llegar a ellos. Unos cabrones, ni bien termine con esto, los cago a patadas, pensé.
Cuando el último que tenía que hablar habló, todos salieron en desbandada por detrás del escenario. Fernando no podía, la gente gritaba que quería selfis, autógrafos, hablarle. Los periodistas le preguntaban cosas, desde abajo, a los gritos, tratando de que la pregunta se impusiera al barullo general. Él no se atrevía a bajar. Esperaba por una escolta más nutrida. Ahora no podía ver ni siquiera a los tres chapas que había visto antes. Buscó, con desesperación, a los guardaespaldas que lo habían acompañado hasta ese momento. No, tampoco los pudo ubicar. La gente y la prensa empezó a subirse al escenario. Fernando se congeló. Ahora me buscaba a mí. Finalmente, ordené a un par de hombres que lo acompañen al auto, o no se movería. Allí él era el centro de todos. Debía sacarlo. Pero dos no fueron suficientes. La gente cerraba el cerco a su alrededor y los periodistas le metían frente a la cara micrófonos, celulares y flashes. El pobre no podía ni pensar. Tuve miedo de que gritara. Solo por eso salí. Me vio y se tranquilizó un poco. Me agarró del brazo y me cagó a preguntas: ¿qué pasa?, ¿dónde están todos?, ¿mi chaleco antibalas?, me lo saqué antes de subir al escenario. Hermano, tengo amenazas de muerte; se supone que entre ustedes y la policía me cubrirían… ¿qué está pasando? ¡Has algo!
Volví a llamar para pedir más guardias, estando solo no se iba a mover. Llegó una patrulla de policías y nos rodeó. Fernando me dio un apretón en el brazo, del que no se había soltado: gracias, hermano, sé que exagero, perdona. Así salimos. Los chapas no descuidaron un centímetro de nuestro espacio, pero solo hasta que llegamos a la camioneta que lo esperaba. Lo hicieron subir por la puerta de atrás del copiloto. Subió y me jaló del brazo. Tuve que subir yo también. En el flanco izquierdo, ni un policía; la camioneta apagada, la ventanilla del piloto abierta y no había chofer. Entonces lo supe, y él también lo supo: sería allí. Me vio con una mirada que todavía siento… En el mismo instante que yo ponía la cabeza entre mis rodillas, desde la ventanilla del piloto entraba un tiro preciso y directo al medio de su frente. Me levanté, verifiqué que estuviera muerto, agarré su celular y salí. Nadie miraba. Todos estaban en el suelo, muertos de miedo. Una veintena de motocicletas circulaban en todas direcciones disparando. Mientras me alejaba, sin prisa para no llamar la atención, alcancé a oír un grito desesperado: ¡Ayuda! ¡Le dieron a Fernando!
Eso pasa cuando la gente vale más muerta que viva.
GUERRA INTERNA
—“¡Chucha madre! ¡Ya me cagué!” Y eso fue en lo único que alcancé a pensar, antecito de que me tumbaran la puerta. Sí, era de madera, así se veía, pero reforzada en metal, con una chapa que me costó un huevo y la mitad del otro. Todo sirvió pa’culo contra el puto ariete. Aunque tuvieron que darle unas cuantas veces antes de que la puerta estallara en trozos. Iban cubiertos, solo lograba vérseles los orificios de la nariz y algo del blanco del ojo, como se dice, pero no era blanco, era más bien rojo, con todas las venitas hinchadas, parecía que estaban a punto de estallarles. ¿Estarían drogados, o era la pura adrenalina? Quizás solo se cagaban de miedo. Yo hubiera podido sacarles la mierda, si no me hubieran sorprendido. Pero vaya uno a saber lo que sienten esos hijueputas cuando te agarran. Lástima, no, eso sí que no. Te patean el culo igual que se lo han pateado a ellos desde chiquitos: sus papás, sus compañeros de la escuela y los cabitos que se regodean en su flamante autoridad, como se regodearon con ellos cuando eran rasos.
Así se presentó el Fredy cuando logró pararse.
Al principio creí que era otro de esos morenos de chancleta que agarran para hacer números. Abrieron la puerta y lo lanzaron dentro del pabellón en que malvivíamos unos cuarenta. Allí se cocinaba, allí se dormía y allí todo; menos cagar, que para eso había un balde y un hueco hecho a combazos en la pared por donde lo lanzaban fuera. Suficiente era con el olor a hombre jodido que se sentía.
Cuando llegó, Fredy estaba inconsciente. Seguro ya le habían sacado todo lo que podían sacarle. Pedí que le dieran un poco de agua del tanque de Eternit que nos llenaban después de aflojarles un billete y de suplicarles un rato, que eso era lo que más les gustaba. Sí, algo alcanzaba a tomar Fredy, pero muy poco, tenía la boca hecha un florón, así que le pasaba más sangre que agua.
Le costó un par de días moverse. En cuatro patas se acercó al tanque y sacó la totuma llena de agua y bebió sin parar, una tras de otra.
—Hombre, que te va a dar un torzón —le dije—. Toma de a poco.
Volvió a su rincón por otro día, hasta que pudo pararse. Estaba en sus treinta, alto, moreno, no negro, más bien verdoso; pelo aindiado, largo, y con talante de mandón. Soltó el aire de una sola bocanada y la piel de la panza se le pegó a la espalda, me pareció que se caía, pero no perdió la viada que llevaba.
—Me conocen y soy bueno para lo que usted me diga, Don Patrón — me dijo después de la presentación atropellada.
—Solo Patrón, hombre. Sin remilgos conmigo. ¿Con quién estás?
—Ahora tengo mi equipo. Desde el principio trabajé con Don Besian, ¿lo conoce?
—¿Con el albanés? Puta, el más duro de todos. ¡Bien por vos!
—Sí, con ese mismo. Ahora superviso sus entregas, sus depósitos, y arreglo entuertos. Me codeo con lo mejorcito de los negocios del Don: los del banco, los gerentes y con los abogados. —Escupió un poco de sangre, que todavía le quedaba—. Soy bueno para todo, como le dije.
—Dicen que trabajar con él es muy jodido, ¿no? Que se cabrea y manda a matar al que se le cruza.
—Fue duró al principio, no le diré que no. El primer muerto asusta mucho, más si eres joven; se te retuerce la tripa, te dan cólicos y hasta cagadera. En las noches, solo, a oscuras, esperaba por el diablo; yo estaba seguro de que me llevaría a rastras. Cuando no vino, pensé que el fantasma del que enterré me condenaría a vivir con miedo. Pero tampoco. Después te das cuenta de que solo son cuerpos: carne y hueso, nada más.
—Pero entiendes que aquí dentro no manda el albanés…
Lo entendía. Era bueno no tener que explicarle. La joda era cuando llegaban los nuevos, los que apenas comenzaban. A esos había que enseñarles a patadas. Fredy, en cambio, sabía todo, y lo que no sabía lo aprendía rápido. Con unas pocas puteadas mantuvo a línea al que quiso sacarle los zapatos y al otro, el que trató de arrebatarle lo que quedaba de su chaqueta acolchada. Este sería un buen contacto afuera, si salía; o dentro, cuando yo no pudiera mantener el orden.
—O sea —le dije—, ahora también tú eres de los duros, ¿no?
—Yo siempre pude solo, desde chiquito me libré de todo. Yo me colaba, me disolvía, desaparecía. Si te contara de las que me libraba: desde las pisas del borracho de mi papá, de las puteadas de mamá y hasta de las encerronas de los grandes del barrio. Pero eso duró poco, tan pronto me dio el porte, me hice respetar, si no se podía a mano limpia, siempre había una lata, un vidrio, o lo que fuera. Además empecé a llevar los patacones a casa y ya sabes, el que paga monta. Y el que no lo entendía así, se las veía conmigo y mis panas.
Apenas lo vieron medio recuperado, dos chapas se lo llevaron de nuevo. Y volvimos a empezar: la lanzada, par de días en el rincón, la gateada por agua y la parada después. Cada vez duraba más tiempo cojo y adolorido de la espalda. Pero él se paraba igual. Los putos chapas lo veían de pie y se lo volvían a llevar. Yo sabía que preguntarle era peligroso, pero quería ayudarlo:
—¿Qué quieren, Fredy?
—Nombres. Todos.
—Pues suéltalos. Si no te van a matar.
—No. Don Beisan se va a hacer cargo de mí. Soy su mejor hombre. Conozco todo el movimiento. Él no me va a dejar aquí.
Pobre Huevón, conocía las reglas, pero no el juego.
Con la quinta paliza le llegó la inspiración, y se puso a repensar la lealtad a su Don:
—Creo que me castiga porque descubrieron la caleta a mi cargo. No tengo ni puta idea de cuánto había, ni en merca ni en patacones, pero esos nunca aparecen en los decomisos, la merca sí, esa la entregan casi toda, pero el billuso nunca aparece, por lo menos no completo. Sí, cuando entraron yo me protegí sobre todo lo demás, porque muerto no podía cuidar nada, ¿no te parece?
Conversábamos en las noches, pegándonos yerba, soltando el humo por el hueco de la mierda, tratando de apuntar sin tocarlo. A las ventanas nadie alcanzaba. Putas ventanas, solo servían para recordarnos que estábamos encerrados y que afuera había un mundo un poco menos malo que este. Ni la luz entraba.
—Si hubiera podido no mirar hacia la caleta, pero no pude. Nos pararon contra la pared y con el mismo ariete con que volaron la puerta, nos daban en las piernas. Para qué te digo, nadie soltó palabra. Son de lo mejor los chicos. Ganan muy buena plata y saben cuál es el castigo por portarse mal, así se los controla. Y cuando no, solo se los cambia, uno por otro. Al principio, son medio iguales todos, pero aprenden. Además hay filas de muchachos esperando por una tajada del negocio. No tienen nada más qué hacer: o están dentro o están cagados. Pero tú sabes cómo funciona, ¿no?
No tuvo que pasar mucho tiempo, aunque es difícil de medir aquí, quizás tres o cuatro semanas, para que él se rindiera definitivamente:
—No van a venir por mí. ¡Qué mierda! Don Beisan debe creer que entregué la caleta. ¡No! Si lo creyera yo no estaría contando el cuento. Pero sí debe pensar que no tuve los huevos para protegerla. Y no, no fue falta de huevos, te lo juro, por Diosito santo, por mi madre, por mis hijos, que debo tener un par por lo menos. Lo que pasó es que parados contra la pared, mientras gritaban y golpeaban, yo, de reojo, la vigilaba. Los perros olisqueaban todo: colchones, cajones, gavetas, mientras los chapas buscaban en los baños, hasta en los escusados. Y nada. Pero el hijueputa que nos vigilaba me vio nervioso. No me quitaba los ojos de encima, y yo: mire al techo, mire al piso, mire a los chicos…, pero el malparido no dejaba de verme; y cuando pasaron por encima de la caleta, algo debió notárseme; involuntario, lo juro; y este tipo, que cuando lo coja te juro que lo voy a picadillar, gritó: “allí, allí”. Rompieron el piso, levantaron la loseta y se metieron al túnel. Después, nada. Ya no sé qué pasó. Creo que el albanés piensa que soy culpable. Mierda, estoy cagado.
—Te digo que hables, igual ya no vales nada. Ni para el albanés ni para los chapas.
—¿Y si hablo me sueltan?
—No, viejo, no te sueltan ni cagando, pero al menos no te sacan la entre chucha cada dos días.
—Hasta esta mierda todo iba muy bien en mi vida: autos caros, chicas, ropa linda, hasta joyas me compré, de hombre, nada de mariconerías, pero cosas finas, para que todos supieran quién era yo. Al fin tenía éxito. Era rico, era tan feliz… Pero ya sabes, la bofetada de la vida: cuando mejor estás, viene y te trompea.
Con la rutina de los interrogatorios el Fredy andaba hecho un guiñapo humano. Creo que finalmente lo sopesó, y escogió malvivir en vez de morir por su Don. Así que lo dijo todo: cada nombre, cada dirección, cada operación, cada contacto, absolutamente todo…
Lo volvieron a lanzar al pabellón casi hasta la otra pared, cada día estaba más ligero.
—Di todos los nombres, incluso los que la Fiscal no quería oír —me susurró.
Tratamos de moverlo. Estaba pegajoso. Sangraba. Le dolía hasta respirar. Le pedí al Tuco que me ayude a llevarlo hasta su rincón. Lo acomodamos lo mejor que pudimos. Me incliné sobre él para decirle que se estuviera tranquilo, que todo terminaría. Una brizna de esperanza le dio un opaco brillo a sus ojos. Entonces busqué a tientas en mi pantalón el punzón que me trajo el chapa cuando me pasó la orden. Y de un pinchazo, ligero y profundo, le perforé la yugular.
EN EL FONDO DEL ESTERO SALADO
Ambos bajan del auto. Los dos cierran dando un portazo. Cada uno se agita con el golpe de la portezuela del otro. La calle se ve inmóvil, no corre ni la brisa. Sobre la nata verdosa del estero salado zumba una nube de mosquitos. Eduardo se queda absorto mirando esa mancha de agua oscura y espesa. La marea está muy baja y el olor a lodo podrido sofoca. Hace un calor endemoniado, a pesar de que ya son casi las siete de la noche.
Luisa resopla, como si así pudiera liberarse del agobio que siente:
—Oye, parece que estás perdiendo aceite bajo el eje trasero. Revísalo. No vaya a ser el líquido de frenos.
Eduardo levanta ambos hombros…
—¿Qué es tan urgente? Mamá odia quedarse con el niño las noches. —Y como si estuviese sola, con un pañuelito de chiste de lo chiquito, se limpia el calor de en medio de sus senos—. Ya sabes que ella juega naipes a esta hora.
Entran en un local de comida, que no conocen. Esa no es su zona. Pero esa parece ser la intención. Se sientan en una mesa pegada a la pared. En una puerta contigua se puede leer, sobre un papel amarillento: BAÑO. Las pocas mesas a su alrededor están vacías. El ventilador de techo solo hace circular el aire caliente. Luisa levanta la mano para atraer la atención del muchacho que bosteza detrás de la barra, pero él no la ve; sin embargo, ella mantiene la mano en alto, esperando. Eduardo no espera, chifla.
—¿Vamos a volver a tener esta puta discusión? —dice Luisa con voz cansina.
El bostezador ya está en la mesa, ataviado con un mantel sucio colgando de la cintura del jean y una camiseta gris, húmeda en la espalda y bajo sus axilas. Luisa no puede dejar de verlo, más con tristeza que con asco.
—Dos menús completos y dos cervezas, por fa… —le pide Eduardo sin siquiera mirarlo.
—Apaga ya ese puto cigarrillo. Eso te va a matar. Y sabes que yo detesto el humo. Si por lo menos fuera rubio.
—¡Pues te aguantas! Hasta hace un par de años fumabas más que yo; y rubio o negro suelta el mismo humo.
»Pero claro, lo olvidaba, hablo con la pluscuamperfecta. Te mueres si no le dices al resto como se debe vivir.
Luisa lo mira. Está sudando más de lo que debería, piensa. Va a volver a joder con su temita, vuelve a pensar.
En la barra aparecen dos botellas oscuras, empañadas de lo frías, y dos bandejas con sopa, segundo y jugo. Se levantan al mismo tiempo a traer cada uno lo suyo y regresan a la mesa en silencio. Eduardo prueba el jugo, pero solo sabe a azúcar, de tan dulce lo obliga a carraspear. Así lo había supuesto antes de probarlo. Todo merece un quizás… antes de ser desechado, piensa. Vacía el dizque jugo en un masetero pegado a la pared del baño: un trasto con terrones de tierra seca y una chamiza amarilla que debió ser alguna vez una planta. Sirve cerveza en ambos vasos, pero solo hasta la mitad, mientras repite, como cada vez:
—Hay que servir de a poco para que no se caliente.
» Y por si acaso que no fumes no es mérito tuyo, ni te lo creas. Que si el bebé no fuera asmático, seguirías fumando. —Le sonríe y le dice burlón—: nunca dejarás de ser la maestrita de secundaria.
—¡Vete a la mierda! Ahora soy licenciada, aunque te moleste decirlo.
Se apuran todo el vaso de un solo sorbo, y eso que la cerveza está como para romper nucas.
Juntos se ríen de la sopa de avena con un par de papas flotando. Eduardo vierte sobre el caldo medio frasco de ají. Así sabrá a algo, quiere decir, pero no lo hace.
No es mucho más que un niño grande, piensa Luisa mientras lo mira, con ternura, cucharear.
La cerveza los afloja. La tensión baja.
Luisa le sonríe y pone su mano sobre la de él:
—Cariño, sé que no estamos juntos, sé que no lo estaremos nunca más, pero te quiero, lo sabes, ¿verdad? Eres el padre de mi hijo y tienes que estar en nuestras vidas. Por eso te jodo como te jodo. Tienes que entenderlo.
—Lo entiendo —le dice Eduardo, aspirando toda la paciencia que cree puede contener en su pecho—. Pero yo quiero que lo volvamos a hablar. Tú también debes entenderlo.
—No hay nada que entender. Las cosas son como son.
—Pero…
—Se trata de lo que está bien y de lo que no lo está, así de simple. Y no quiero oírte de nuevo toda esa lata de lo ambiguo y temporal de la moral, de las formas, del contrato social. Solo está mal. Y no me refiero a la controversia entre lo legal y lo justo, todavía no, porque eso también es importante, eres un abogado.
—Es que no me entiendes, déjame explicarte: no puedo solo vivir en un mundo así. Tengo que hacer algo, si no soy cómplice.
—No importa lo que quieras alegar, no importa que lo pintes como el bien mayor o la justicia más allá de lo escrito. Ni que lo justifiques con lo bueno que puede llegar a ser. ¡No!, no está bien y lo sabes.
—Sigues sin entender nada. Yo sé que lo puedo manejar. No tendrá consecuencias.
—Aunque no te agarren, aunque te defiendas y ganes, ¿qué va a pasar contigo, con tu consciencia? Esto te cambiará, cambiará toda tu vida. Y sabes que no hablo ni del alma ni del infierno ni de Dios. Ha pasado mucha agua bajo el puente para que pueda siquiera recordar mi fe. Hablo de la persona en la que te convertirás.
—¡Cómo has cambiado! ¿Dónde quedó la mujer que armaba bombas molotov, la que quería matar a los políticos por inmundos, la que se bajó las antenas de la radio estatal, la que quería volar el oleoducto…?
Eduardo hace un alto y vuelve a chiflar, más bajo ahora. Con el dedo índice señala un círculo sobre la mesa, que el chico de la barra entiende por otras dos cervezas. Se las lleva, y retira los platos que apenas probaron. Estas cervezas ya no están tan frías como las primeras.
Luisa aprovecha la pausa para defenderse:
—Teníamos dieciocho, era la Universidad Central, aunque no creyeras en ello, la marea te empujaba. ¿Estábamos pensando entonces? —y sin darle tiempo a que responda— ¿Recuerdas nuestra primera marcha? Iba a ser pacífica, pero los chapas nos rodeaban, nos empujaban, levantaban los toletes y golpeaban a donde cayera. Y adentro, los cabecillas gritando por la injusticia, el hambre, el dolor. Enfureces, te ciegas y solo quieres hacer daño. Empiezas a gritar, golpear y lanzar lo que te encuentres. Pero… ¿realmente pensábamos lo que hacíamos?
» ¡Por Dios, Eduardo, ahora somos padres!
—¿No lo ves? —le grita Eduardo— No lo hago por los putos ideales. Esto lo hago por mí, por ti, por mi hijo; para que no se repita, para que al próximo que llegue le dé miedo volver a hacerlo, para que, aunque sea solo uno entre miles, el resto entienda que no pueden hacer lo que les dé la gana.
—Ya no tengo más que decir. Creo que ya lo dije todo; y estoy muy cansada de hablar. Tú no quieres entenderlo. Tu voluntad, siempre, sobre la razón y la lógica.
» Ya no me importa. Así que te lo advierto, y no es un chantaje ni una amenaza, es lo que pasará: si lo haces no volverás a ver al niño… nunca.
Eduardo se levanta y deja dos billetes de diez dólares sobre la mesa desnuda. Toma a Luisa por la mano y le estampa un beso húmedo en la palma. Luisa se estremece… y sin poder evitarlo empieza a llorar. Pone sus manos en las mejillas de Eduardo al tiempo que rosa sus labios con los suyos. Se avergüenza. Esconde la cara en el pecho de él.
Salen a la vereda abrazados. Luisa quiere separarse para abrir la puerta del pasajero, pero Eduardo no la deja.
La toma por los hombros desde atrás y la conduce hasta el maletero del auto, lo abre, al tiempo que le dice:
—Ya no caben las razones.
LA DIFUNTA
Cariño, qué difícil es ponerlo en blanco y negro, convertirlo en innegable, dotarlo de certeza… pero tengo que hacerlo. No es mi primer intento, he iniciado esta carta cientos de veces y cuando creo que lo he dicho, la duda me detiene. Esta maldita incertidumbre que le resta credibilidad a lo que veo, a lo que siento y que me hace dudar de mí misma, que me falta al respeto.
Creo que debo empezar por el principio y contártelo todo, decirte como te amaba cuando nos casamos, como quise todo lo tuyo: tus dos pequeñas niñas y ese pesado recuerdo de una esposa y una madre muerta que nos acompañaba. Pero todo parecía perfecto, era el principio de una maravillosa vida. Las niñas se veían como pequeñas princesas, con sus hermosos vestidos de tul rosa bordados con florecillas blancas, peinadas con largos bucles que no caían sobre sus caras gracias a las tiaras que los sostenían. Cada una llevaba una canasta con pétalos de rosas que debían dejar caer al piso delante de nosotros, pero que empezaron a arrojar a diestra y siniestra, incluso sobre el rostro de los invitados, sentados a los lados del corredor que formamos con las sillas en el jardín y que terminaba en la mesa donde nos esperaba el Juez. Parecía rabia y no un juego, como adujiste. Me preocupé, pero luego pensé que eran muy pequeñas y estaban llenas de ira por la que creían injusta muerte de su madre —la soberbia humana no nos permite entender que la muerte solo es eso: el fin de la vida; y no una justa o injusta decisión de algo o alguien más—. No debía dejar que nada enturbiara el inicio de nuestra vida. Te quería y ese amor me haría querer tu alrededor, tus recuerdos, tu familia, tu tristeza… más aún a tus hijas.
Y así lo hice, las quiero, lo juro. Pero ese amor por ellas no es una inagotable gracia divina, ni esa especie de magia que se supone debe descender sobre las mujeres mientras paren. No. Mi amor era un amor construido, cuidado, trabajado; difícil de creer para el que no lo ha sentido. Quizás por eso es tan frágil, y se rompe tan a menudo. Sin embargo, tú querías que yo fuera su madre, insististe tantas veces; y, en mi candor, supuse que podría, que lo haría, que íbamos a lograr ser una familia.
Traté de entrar en sus vidas, con mi amor tímido, temeroso, recién inaugurado. Hice todo lo que se supone debía hacer. Las acostaba cada noche, pero ellas se abrazaban al retrato de su madre, que tenían sobre la mesita de luz, desde donde ella me miraba cada que entraba a la habitación. Se apretaban al marco como queriendo meterlo en su pecho, mientras murmuraban muy bajito y con mucha dulzura algo que no podía entender. Y cuando me acercaba a cada una para taparlas, para darles un beso de buenas noches, volteaban hacia el otro lado sin dejar su casi melódico susurrar… Y no, no eran elucubraciones mías, no eran mis celos irracionales. Tampoco imaginaba cuando tus suegros, los padres de la difunta, iban a casa cada tarde, mientras tú estabas en la oficina y me sacaban del cuarto porque iban a orar por el alma de su hija con las pequeñas; y pasaban horas sin que yo escuchase nada y ni siquiera pudiera adivinar lo que en realidad sucedía. Aunque en la noche, durante la cena, ellas te dijeran que solo habían jugado con sus abuelitos, mientras me miraban con rabia. Tampoco imaginé nunca que mi crema, champú y perfume desaparecieran en la tasa del escusado. Ni rompí el vestido que me iba a poner para la boda de tu hermana y que, cuando te lo mostrara, pensaras que era un plan mío para que las castigaras. Nunca me olvidé, tampoco, de irlas a buscar a la escuela, porque en la mañana me habían dicho que tenían extracurriculares. Ni cociné a propósito lo que sabía que no les gustaba para que tú las obligues a comer. Tampoco sé porque se ponen tristes cuando llegas del trabajo si, un rato antes, habían reído frente a la televisión. Y en realidad, cuando estamos solos en la habitación, desnudos sobre la cama, y yo me sobresalto y me tapo con el cubrecama, no es porque me hago ideas, es porque siento que ella, la difunta, nos mira.
Traté de ser la mamá de esas niñas, como me lo pediste; traté de llenar el vacío, de remplazarla a ella. No, no de reemplazarla: traté de ser ella. De ser la madre de tus hijas, de ser tu esposa; de ponerme a la altura de la innombrable, siempre presente, única, verdadera, inigualable, inalcanzable. Está muerta y por ello es perfecta, dueña de toda la bondad y belleza que la imaginación puede crear. Pero no puedo hacerlo. No puedes ocupar un espacio lleno. Así que mejor me voy. Ya se lo dije también a ella, esta mañana, cuando la vi en el reflejo del espejo, que pensaba mío, pero que ahora también es ella.
LA HERENCIA
Finalmente Elena abandona su casa de San Marcos. La sacan dentro de un ataúd por el vetusto portón de madera color añil, bajo los imperturbables geranios del balcón. Había dedicado toda su vida a cuidar de esa casa. Cada moneda de su exigua pensión fue para mantenerla tal cual la vio por primera vez, cuando su marido la levantó en brazos para traspasar el mismo portón por donde ahora la sacaban. Ya no podrá hacer nada cuando sus nietos lo derroquen todo. Ese fue su último pensamiento en el final.

CALENTAMIENTO GLOBAL
Mientras tomo mi primera taza de café, junto a la ventana, escarbo con la mirada el Pichincha, aún obscuro y difuso. Veo de a poco como el sol empieza a caminarle por encima, iluminando sus verdores, al tiempo que me saco de un estirón los restos de sueño que me quedan en el cuerpo. ¿Lloverá? Antes era fácil de saber, con solo mirarlo. Ahora, nunca atino. No sé si soy yo la que se equivoca, o es él quien ya no quiere decirme.

EL FINAL
Él fue tan egoísta que nunca pudo entender lo que ella sentía. Tan irrespetuoso con sus emociones que ni siquiera les daba cabida. Solo esperaba a que ella entendiera su situación… Hasta que ella entendió, y entonces supo que no valía la pena.

MESTIZAJE
Levanté los ojos y allí estaba la gran portada de La Iglesia de La Compañía de Jesús: racimos de uvas romanos, entretejidos moriscos, santos y cruces católicas, montañas y soles nuestros; esculpidos en la piedra hace ya más de cuatrocientos años, todos juntos, formando un poema, gritándonos desde entonces como debíamos ser.

MATRIMONIO
Bajo un cielo casi fantástico, a la sombra de los altos eucaliptos ajenos, en la ladera del majestuoso Pichincha, recostado en su regazo, él recuerda; ella, acariciando su cabello, imagina…

El perdón no es un Don del Amor, lo es de la conveniencia.
TESTIMONIOS
