Culantro, Perejil y otras yerbas venenosas

Cuentan que a la falta de su regla, dijo que tenía demasiado trabajo y que no dormía bien, que por eso nada le funcionaba. Los primeros vómitos se debían, según ella, a la “maldita negra” que ahora ayudaba en la cocina, quien de seguro, afirmaba, le ponía algún brebaje en la comida. Pero cuando sus senos empezaron a salirse de la copa del sostén, tuvo que rendirse ante las evidencias. Estaba furiosa, gritaba y maldecía el día entero. El que más la sufrió, fue el abuelo:
—Es que usted es un calenturiento. No lo deja a uno ni salir de la dieta y con el un muchacho prendido de la teta, está queriendo hacer el otro.
Empezó trabajo de parto un día sábado, muy temprano en la mañana. La partera llegó al anochecer esperando recibir la criatura, pero no fue así. Al atardecer del domingo la situación no cambiaba, ni siquiera había pujo, sólo contracciones que nadie entendía como soportaba. La partera trató de sentir a la criatura y en su empeño tocó un par de bolitas que identifico como los testículos.
—¡Por Dios, viene sentado! —Advirtió —Tenemos que llamar al médico.
La abuela se paró de un brinco al tiempo que vociferaba:
—Ningún hombre me va a meter mano.
Lo que provocó que junto con un gran coágulo de sangre colgaran de su entrepierna dos largas zancas, que sin ninguna dificultad, fueron adquiriendo una cadera, una espalda y finalmente una cabeza; así, parada, porque no hubo tiempo para nada más.
Era un bebe enorme que se convirtió en un muchacho bellísimo: cabello negro, piel tostada, ojos pardos, ranura en la barbilla y hoyuelos en las mejillas. La abuela, ni bien lo vio, sentenció:
—Este me salió puto.


Primeras Paginas
Me levanto cada mañana solo para ver cómo los días siguen pasando sin incluirme.
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Esto de contar… lo debo llevar en la sangre: de mi padre se decía que reeditaba la realidad y mi hermana siempre encontró mucho más interesante decir mentiras: “la verdad pura es aburrida… y cuando la digo, nadie me cree”; y mi hijo, antes de decir frases enteras, se excusaba de sus fechorías en historias muy bien elaboradas. Sin mencionar a decenas de tíos, abuelos y tíos abuelos, que nos dejaron un legado muy importante de letras que aún reposan en las carpetas, etiquetadas y cuidadosamente ordenadas, que me dejó papá. Así que puede hablarse, en mi caso, de una enfermedad congénita.

Porque contar, creo, ha sido la actividad más importante en mi vida. Contar lo que veo, lo que me pasa, lo que debería pasar, lo que imagino que pasará. Contarme mi vida, mis recuerdos, mis planes. Siempre untándolo con mi esencia, mi rastro, mi versión.

Pero dicen que todos lo hacemos: nos narramos la vida, la historia, los amores; y eso nos hace escritores natos, pero unos nos sentamos y le damos forma y otros no lo comparten, no les es tan imprescindible que lo que se cuente llegue al otro. Creo que es esa necia necesidad de contar para ser escuchada la que me hace hacerlo a diario.

Y eso es todo lo que puedo decir para darles la bienvenidos a esta hemorragia de palabras que solo quiere, parafraseando a Neruda, explicar algunas cosas…